Es probable que muchas personas,
pertenecientes al 25 % de la población española que vivió y pudo participar en
los acontecimientos que rodearon la transición y desembocaron en la aprobación
de la Constitución, se sientan con motivos y argumentos para defender el orden
económico, social y político surgido de ella. Pero lo cierto es que una gran
mayoría (75 % restante) no tiene por qué sentirse identificada. O tal vez sí.
Pero habría que preguntarles. Mejor dicho, habría que dejarles ser
protagonistas de un proceso similar; es decir, de un proceso constituyente en el
que pudieran decidir sobre las mismas cuestiones que antes se decidieron.
Cualquier otra consideración no es más que una fuga hacia delante de corte
autoritario.
Y eso es lo que se vivió en la
jornada del 25S. Cuando a la demanda de apertura de un proceso constituyente y
la crítica a unos representantes políticos, elegidos en un sistema cuestionado
por ser insuficientemente participativo y, por tanto, democrático, se reduce a
la llana y pura represión, la quiebra entre la clase política y el Estado con un
sector cada vez más amplio de la sociedad, nos sume en una crisis más profunda
que la crisis económica. Porque ahora de
lo que hablamos es de una crisis moral y política.
La respuesta del Gobierno, de las
fuerzas políticas que sostienen este modelo de Estado, ha consistido en un
juego de guerra contra la más poderosa de todas las armas: la fuerza de razón.
Frente a ella, han opuesto la razón de la fuerza. Y para ejecutarla, los
estrategas de la guerra urdieron el plan: nos infiltramos entre los pacíficos
manifestantes, incitamos a la violencia, provocamos y hostigamos a las fuerzas
de orden público, y ya tienen las autoridades la excusa para ordenar la
represión, el desalojo violento de los manifestantes de los alrededores del
Congreso.
Pero se equivocan si con eso
creen que ha ganado el actual modelo de Estado. Porque a ojos del mundo y de
los cada vez menos crédulos ciudadanos/as del Estado español, han mostrado su
verdadera faz, que es el ejercicio del poder bajo cualquier forma; en este
caso, la más cruda, la que lo constituye en esencia: la violencia directa e
indiscriminada contra el pueblo.
Porque, en efecto era una parte
del pueblo la que pacíficamente se manifestaba. Desde que que anunciaron las
movilizaciones, con sobrados argumentos para llevar al Congreso su protesta, el
Gobierno y las principales fuerzas políticas iniciaron una calumniosa campaña
de descrédito contra los promotores. Era la señal de que, carentes de argumentos,
sólo les quedaba el recurso a la violencia, la represión de las movilizaciones.
Pero a la razón no se le puede
vencer así. Gandhi murió asesinado por la irracionalidad de quien quiere imponer
a toda costa sus criterios; nuestro compañero Ángel, sí nuestro, se encuentra
gravemente herido, pero nosotros seguimos pensando que el pueblo tiene derecho
a decidir su futuro y que una casta de privilegiados no pueden arrogarse el
poder a perpetuidad. Podrán ampararse en el actual orden constitucional para
mantenerse, persuadir con el control absoluto de los medios de comunicación y
apoyarse en la violencia del Estado, pero nunca tendrán razón. Porque la
soberanía reside en el pueblo y es al pueblo a quien compete, en un marco de
plenas libertades, decidir sobre las normas que regulen la vida en sociedad. Es
decir, es el pueblo, en condiciones de libertad, quien tiene que participar y
decidir en un proceso constituyente cómo quiere organizar su vida, qué modelo
de sociedad y qué Estado.
Las razones de Gandhi, las
razones de Ángel, seguirán siendo más poderosas que toda la violencia que
puedan oponer frente a ellas. Ángel, hoy nos sentimos indignados y sufrimos contigo,
pero una cosa deben saber: nunca nos vencerán. Dicen que a los sueños no se les
puede derrotar, pero nosotros añadimos: ni a los que viven y piensan, porque
somos mayoría.