jueves, 13 de septiembre de 2012

El derecho de autodeterminación es un derecho legítimo. No se puede impedir con razones morales que un pueblo lo ejercite.


                                                                             
Cualquier Estado que no tienda a convertirse en una mera “administración de las cosas, y la más amplia libertad de las personas”, será un obstáculo para la emancipación de los pueblos y las personas. Como bien sabía Blas Infante, el Estado español era un instrumento de Europa y un obstáculo para la libertad del pueblo andaluz, y que los Estados (y las naciones) no son más que instrumentos que pudiendo ser necesarios en un momento histórico, pueden ser superados en otro. Para la emancipación del pueblo andaluz  (no para sí, sino por la Humanidad), sus recursos (la tierra) y la realización del ideal andaluz (enraizado en su cultura), en los años 30, pasaba por el Estado libre de Andalucía, que no era un fin, sino un instrumento necesario para romper con el asimilismo de la cultura europeo-castellana. Infante defendió la necesidad de que desde cada individuo, desde su conciencia, surgiera la aspiración del ideal en un proceso de revolución cultural  pacífico.

Conseguir hoy el autogobierno del pueblo andaluz terminando con siglos de subordinación y dependencia de poderes ajenos a nuestra tierra y a los intereses del pueblo, puede hacerse apostando por el mismo Estado libre que ya preconizara Infante, por un federalismo solidario o por otras fórmulas de autogestión. Pero en cualquier caso, es una decisión que sólo a la población andaluza compete hacerlo.

El modelo de sociedad europea, los Estados nacionales modernos, y el Estado español (todos responden a intereses de sectores privilegiados de la población), ¿son un obstáculo en la emancipación de los pueblos? Esta es la pregunta que tienen que hacerse los pueblos europeos y lo pueblos del Estado español. Y la estrategia hacia el ejercicio de la libertad puede pasar por el derecho de autodeterminación en cualquiera de sus formas. No es un camino fácil tras siglos de imposición ni se puede esperar la aceptación generalizada de la ruptura del marco simbólico bajo el que generaciones han vivido. Tampoco es previsible grandes consensos respecto al diseño de futuro que cada pueblo considere. Casi todos asumimos, por ejemplo, que el pueblo palestino se enfrente al Estado israelí y aspire a un Estado palestino; o que los saharauis pretendan un Estado propio frente al asimilismo marroquí. Pero lo que se entienda por emancipación, tendrán que decidirlo el propio pueblo. Seguramente diferiremos con las fuerzas políticas mayoritarias que representan a los palestinos (Hamás, Fatah, FPLP…); o con el Polisario en el caso saharaui, en muchas cosas; pero el debate (a veces, incomprensiblemente, de forma cruenta) tiene que organizarse entre ellos, y sólo ellos, como pueblo, pueden decidir si constituyen un Estado independiente o se organizan con otros criterios.

Pero, ¿qué sucede si el Estado, haya surgido en una época anterior o es hoy cuando aspira a proclamarse porque el pueblo lo demanda, tiene entre sus objetivos aumentar los privilegios de sus élites económicas y sociales, intereses expansionistas o antisolidarios? Cualquier persona o pueblo que pueda ver denigrada su dignidad, sus condiciones de vida como consecuencia de la acción o formación de un nuevo Estado, tiene la legitimidad y el deber de denunciarlo. Pero también debe impulsar el diálogo con el pueblo que reclama esa autodeterminación. Un diálogo con sentido; es decir, argumentativo, participativo, siguiendo los procedimientos y las condiciones a las que se someten los que participan en el diálogo; a saber: verdad, veracidad, inteligibilidad y corrección moral; que permita alcanzar acuerdos razonables y teniendo en cuenta los intereses de todos los afectados. En definitiva, un diálogo como el que propone la ética discursiva (Apel, Habermas).

Por otro lado, la realidad nos muestra que el ejercicio de la solidaridad, el reconocimiento de la dignidad del ser humano, no es posible sin enfrentamiento (pacífico, no violento) con quien lo obstaculiza. Y precisamente eso es lo que impide el modelo de construcción europea y los Estados nacionales. En este contexto, si un pueblo de la periferia peninsular decide la separación (u otra fórmula) del Estado español porque piensa que así podrá avanzar hacia otro modelo de sociedad donde se respete la dignidad humana y la diversidad cultural (lo 1º debe llevar a lo 2º), no existen razones con cierta legitimidad que se le puedan oponer. Podrán argüirse consideraciones de tipo pragmático, pero no razones de índole moral.

El ejercicio del derecho de autodeterminación, en condiciones en las que nadie, ningún otro ser humano, va ser perjudicado, corresponde al sujeto moral, el individuo que vive en ese pueblo, que se socializa en esa cultura, que en ella adquiere una identidad y desde la que tiene -y comparte- una visión del mundo, y desde la que decide cómo organizarse políticamente y, entonces, como sujeto político, es sólo a él a quien  compete pronunciarse. ¿Quién y cómo, con qué argumentos, puede negarle el ejercicio de ese derecho?

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