La Cámara catalana aprobó por amplia mayoría, con 85 votos a favor (CiU, ER, IpC y un diputado de CUP), 41 en contra (PSC, PP, Ciudadans) y dos abstenciones (de CUP), el texto que proclama la "soberanía jurídica y política del pueblo catalán". La resolución es el inicio para una posible consulta sobre la autodeterminación, fijada para 2014. Empieza la resolución sosteniendo:
“El pueblo de Cataluña,
a lo largo de su historia, ha manifestado democráticamente la voluntad de
autogobernarse, con el objetivo de mejorar el progreso, el bienestar y la
igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía, y para reforzar la cultura
propia y su identidad colectiva”.
Las reacciones del establishment centralista, asumida por gran parte de la ciudadanía considerada españolista, han sido extremadamente virulentas ante dicha resolución. Hasta dónde llegarán las amenazas es todavía una incógnita, pero en nada contribuyen para una mejor comprensión de lo aprobado por abrumadora mayoría en el parlamento catalán. Asimismo, no sería descartable que en un futuro próximo otros pueblos, como el vasco, prosiguieran la misma senda. Por tanto, es un modelo de Estado lo que se está cuestionando, y si no se hacen los esfuerzos dialógicos para entender los derechos que se reclaman y consensuar las vías de superación de los antagonismos abiertos, el escenario político y de enfrentamiento social puede ser terrible.
En situaciones de crisis del sistema económico-social, como
la que vivimos hoy, los consensos sobre los que habían fluctuado las relaciones
sociales y políticas se quiebran apareciendo tendencias que larvadamente se
mantenían silenciadas. El nacionalismo españolista había acallado la voluntad
de los pueblos del Estado que durante la II República reclamaron el
reconocimiento de su identidad y el derecho de autodeterminación.
Posteriormente, la Constitución monárquica salida del consenso de la transición
y la LOAPA, aprobada tras el intento de golpe de Estado del 23-F, acabaron
configurando un modelo de Estado en el que el nacionalismo españolista
continuaba su hegemonía bajo el Estado de las autonomías frente a las
invocaciones al derecho de autodeterminación esgrimidos por partidos de
Cataluña y Euskadi principalmente.
No obstante, el derecho de autodeterminación y el
reconocimiento de la identidad no dejó de estar presente, aunque ello no
tuviera ninguna traducción política, ni tan siquiera, salvo en Euskadi,
consiguiera movilizaciones masivas. Pero era cuestión de tiempo. Bastaba que el
impulso centralista se debilitase, disminuyera su autoridad y aumentara el
desprestigio de la clase política al no dar respuesta a los problemas
económicos-sociales, así como que se perdiese el temor a los poderes fácticos,
para que esa fuerza subyacente emergiese en un nuevo escenario: las voces que
reclaman su identidad y el derecho de autodeterminación, especialmente en
Euskadi y en Cataluña, son mayoritarias y se han expresado masivamente entre la
población y los representantes institucionales de cada comunidad. Y no hay
marcha atrás.
Con toda lógica, un Estado, cualquier Estado, si quiere
poseer legitimidad, tiene que ser el resultado del pacto entre los pueblos que
quieran así estar organizados. En la tradición ilustrada, desde Hobbes a
Rouseau, los filósofos contractualistas entendieron la legitimidad basada en el
contrato entre la ciudadanía y los gobernantes. Un modelo de Estado basado en
la imposición por las clases dominantes, que ha sido la práctica histórica del
mismo, podrá perdurar en el tiempo, pero nunca gozará de la legitimidad que le
otorga el consentimiento de los a él, ciudadano/as y pueblos, sometidos.
Pueblos con identidad cultural diferente podrán apostar por
un modelo unitario, federal o confederarse. Como también adoptar una andadura
propia proclamándose independientes. Pero cualquier opción siempre será el
resultado de la decisión de cada pueblo y del pacto resultante. Ese pacto nunca
se hizo en el Estado español, y ahora se reclama. Y la reacción del
nacionalismo españolista, de derechas o de unas supuestas izquierdas, ocultando
la historia real bajo la que ha discurrido la vida de los pueblos, ocultando el
legítimo derecho que poseen a la autodeterminación, ha sido la de propagar el
miedo entre la población, propagar el temor a un incierto futuro ante lo que
esos pueblos puedan decidir; en el fondo, azuzar el miedo a la
libertad. Esa reacción tiene consecuencias, y los dirigente de la fuerzas
políticas partidarias del nacionalismo español lo saben.
A principios de los 40 del siglo pasado, el filósofo y
psicólogo social frankfurtiano, Erich Fromm, estudió y publicó la obra
“El miedo a la libertad" donde explicaba cómo el ascenso del
fascismo (el nazismo hitleriano, en concreto) se producía apoyándose
en el temor que sienten sectores de población a verse desprotegidos de sus
tradicionales asideros ideológico-políticos, de las seguridades que de pronto
aparecen quebrantadas, de encontrarse solos en el nuevo espacio de libertad.
Una crisis del sistema como la que padecemos, bien azuzada por el fantasma de
la descomposición territorial, son el caldo de cultivo para que surja el temor
en quienes se sienten desamparados de la autoridad y de los símbolos que hasta
ahora proporcionaban seguridad y orientaba el sentido colectivo de una
tranquila existencia. La reacción entonces se vuelve hacia la figura del líder,
a quien se invoca en una transferencia de libido, un deseo de fundirse en
nuevos vínculos, sometiéndose a ese poder que canalice los impulsos de
destrucción hacia “los otros”, los que amenazan la frágil inseguridad que ha
resultado la vida cotidiana. El mecanismo de evasión es una llamada al
fascismo. El Gobierno, los medios afines y otras magistraturas del Estado
parecen emprender esa deriva al autoritarismo, espoleados por dirigentes como
el expresidente Aznar, entre otros.
¿Qué población se dejará arrastrar por el miedo a la
libertad, incluida la resultante del ejercicio del derecho de autodeterminación,
y caerá en la seducción del líder, del poder autoritario? Sin duda aquella que
no comprenda que el ejercicio de la propia libertad tiene como límite la
libertad de los demás, la igual dignidad que cada ser humano posee. Los
derechos humanos son una barrera infranqueable que desde cada cultura y desde
cada pueblo del Estado (y desde cada Estado) se tiene que proteger. Da igual el
status político que alcance y pacte cada pueblo. Cada individuo tendrá más
motivos, y más seguridad, para gozar de las libertades individuales, como es el
sentido positivo de libertad, como libertad real “para” (hacer posible lo que
se propone), si el espacio de la libertad es además libertad colectiva y
permite que cada pueblo pueda ejercer el derecho de autodeterminación y decidir
democráticamente las formas de gobierno.