Un amigo me envía una información que aunque no es reciente, al menos a mi
me resultaba desconocida. Cuenta, en concreto, que en 2006 la Iglesia católica inscribió
la Mezquita
de Córdoba en el registro de propiedad. Ello fue posible porque el Gobierno
Aznar cambió la ley hipotecaria para permitir a la Iglesia apropiarse de
edificios de dominio público, para lo que sólo bastaba que el obispo diese fe y
certificara que pertenecen a la
Iglesia. De este modo, el obispado dispone de este edificio
de 23.400 metros
en el centro de Córdoba, no paga IBI ni gastos de conservación y restauración,
y de los beneficios que reportan las visitas anuales de un millón de personas,
ignoramos si pagan impuestos. Y no es el único caso de edificios que la Iglesia ha inscrito a su
nombre. Se calcula que el Estado deja de ingresar uno 3.000 millones por esos
privilegios que otorga a la
Iglesia católica eximiéndole del pago del IBI. El privilegio
que tiene con esta ley, que no cambiaron los Gobiernos del PSOE ni parece que
vaya a hacerlo el actual, sólo pudiera tener algún remedio si la Unión Europea
actuara como lo hizo con Italia: anulando las exenciones del IBI a la Iglesia.
No es este el único privilegio de la Iglesia católica en el Estado español, como
tampoco es el único que ésta y otras religiones gozan en otros países. Y aunque
desde la Ilustración
parecía que, en los países occidentales, los privilegios de las religiones y la
separación Iglesia-Estado entraban en un proceso, lento, pero irreversible, las
resistencias por las autoridades eclesiásticas a abandonar el espacio público
competencia del Estado y de gozar de privilegios sigue sigue siendo importante. En el Estado español alcanza
una de sus mayores cotas con la firma del Concordato y la presencia de la Iglesia
en el ámbito educativo.
Es cierto que las religiones cumplen un papel fundamental en las personas
creyentes. Todas las dimensiones posibles de su vida tienen sentido a la luz de
las esperanzas que las religiones suscitan. Por eso, los grupos humanos que
comparten sentimientos religiosos, tienen esa propensión a que la sociedad se
organice y viva en conformidad a ellos y, en consecuencia, que el Estado
también legisle de acuerdo a su doctrina.
Pero olvidan la base irracional que supone la confusión entre creencias y
normas de obligado cumplimiento, las leyes, que tienen que operar para el
conjunto de la sociedad al margen de las creencias personales. Las creencias
pueden ser muy diferentes o mayoritariamente las mismas, pero no dejan de ser
creencias. A participar de ellas se puede invitar a cualquier persona, pero no
se puede obligar a nadie. Como tampoco, los poderes públicos pueden impedir la
libertad de culto y la expresión de esos sentimientos. Es más, tienen que velar
por que cualquier ciudadano/a puedan ejercitar su derecho al culto (y eso vale para
los musulmanes puedan ejercitarlo en el caso de la Mezquita, aunque sea la Iglesia católica quien
esté ahora gestionándola); exceptuando sólo aquellas situaciones en las que puedan
vulnerarse los derechos de otras personas.
Ahora bien, si se produce la pretensión de organizar la sociedad en función
de las creencias religiosas, entonces el conflicto está servido. No sólo porque
las creencias pueden ser diferentes, sino porque también puede haber personas que no
quieran organizar su vida en función de ninguna de ellas. Para que la
convivencia sea posible, es necesario que la sociedad se articule sobre la base
de unas instituciones y normas que faciliten y puedan promocionar el pluralismo
moral y religioso, un pluralismo de modos de vida que permita después a cada
cual escoger aquél considere más apropiado. Salvaguardada la libertad para la
propia concepción moral y religiosa, el espacio normativamente compartido tiene
que ser un espacio en el que sólo predominen criterios universales de justicia,
criterios válidos para cualquier ser humano. Este es el único modelo que asume
los sentimientos religiosos en su auténtica y profunda dimensión.
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