Manifiesto leído en el IES Guadalentín.
Una vez más se celebra el aniversario de la
muerte de Mohatmas Gandhi. En este homenaje queremos recordar y aprender de
quien supo ver, con más claridad que ninguna otra persona, que la solución a
los inevitables conflictos que surgen de la multiplicidad y complejidad de las relaciones
humanas, si se pretende salvaguardar la dignidad humana, pasa inevitablemente
por el respeto a la vida, a la vida humana; por lo que no cabe más alternativa para
solucionar dichos conflictos que la búsqueda incansable de mecanismos que
permitan una solución pacífica de los mismos.
En efecto, si decimos que el momento más elevado
de la moralidad se produce cuando un ser
humano es capaz de entregar su vida por salvar la de otro y que la acción moral
más repudiable, el momento más bajo de la moralidad, es aquél en el que alguien
es capaz de quitar la vida a otro ser humano, nos encontramos que nuestra
historia parece estar jalonada de muchos más momentos de este segundo caso que
del primero. El siglo XX, con las guerras mundiales, el Gulag soviético, los
campos de exterminio nazis, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, la
muerte por hambruna en países empobrecidos, pobreza extrema, etc., que parecen
prolongarse en este siglo XXI con un sombrío panorama, cuando menos, nos invita
a la reflexión. ¿Qué ha pasado? ¿No hemos aprendido nada de las enseñanzas de
Gandhi?
Hemos dicho que el conflicto es inevitable.
La ambición humana, la lucha por el poder, la defensa de intereses económicos,
la satisfacción de deseos y también, por qué no, la exigencia de derechos,
pueden acabar en situaciones conflictivas, colisionando entre sí desde
perspectivas que se presentan a sí mismas como legítimas o justificadas. En la
defensa de ellas, el recurso a la fuerza es inevitable. Hemos dicho la fuerza,
sí la fuerza, pero la fuerza de la razón, la de la palabra, no la razón de la
fuerza.
La fuerza de la razón es, en primer lugar,
reconocer al otro, al oponente, como un igual, como un ser racional al que se
está dispuesto a escuchar, con el que se pretende dialogar; pero también, y en
segundo lugar, es hablar con veracidad y con honestidad; por último hacerlo sin
coacciones y tratando de que nos entienda. El acuerdo podrá ser posible o no
serlo. Pero ese debe ser el camino. La dificultad no debe desesperarnos y
dejarnos abandonar al recurso fácil de buscar la superioridad y vencer, el
recurso de la violencia. Existen más instrumentos. No sólo los tribunales de
justicia propios del Estado de derecho.
En nuestros conflictos cotidianos también
puede imponerse la sensatez, la razón. Se pueden arbitrar sistemas de
mediación, grupos y personas neutrales ante los que nos comprometemos para
acatar las decisiones que establezcan. Ya funcionan en diferentes ámbitos como
los profesionales, de la actividad comercial y también empiezan a funcionar en ámbitos
escolares; pero tienen que extenderse a todos los ámbitos de la vida social. Se
trata de superar la violencia desde los niveles micro, los pequeños, los
conflictos que nos surgen a diario, hasta aquellos otros en los que, ya
desbordándonos, intervienen grupos sociales o sectores de población, hasta llegar
a los propios países o diferentes culturas. Incluso las civilizaciones. Se
trata, decíamos, de avanzar hacia la paz perpetua de la que nos hablaba el
filósofo ilustrado I. Kant. Es verdad que hablar de relaciones pacíficas en un
mundo que parece en guerra permanente puede sonar algo ilusorio, pero el camino
de la utopía que nos indicó el filósofo y el propio Gandhi, nos señala el
horizonte hacia el que tenemos que avanzar.
El avance hacia ese horizonte serán pasos
graduales en la disminución de la violencia y más específicamente de la
violencia política, tanto a nivel interno, en la de cada Estado, como en el de las
relaciones internacionales. En primer lugar, en nuestro propio país, como en
cualquier país, debemos construir una sociedad justa, respetuosa con la
multiculturalidad y administrada por un Estado social y democrático de derecho.
Pero la violencia va más allá de las
pretensiones en nuestras propias sociedades. No se puede hablar de paz si las
necesidades básicas no están cubiertas. Si la distribución de la riqueza impide
que haya seres humanos, en cualquier lugar del mundo, que puedan satisfacer sus
necesidades básicas y desarrollar sus capacidades, ello es otro tipo de
violencia, la violencia estructural. Superar la violencia, también en este
nivel, significa un reparto de la riqueza tal que, para cualquier persona, en
cualquier país, nadie se vea impedido de tener los recursos que le permitan la
misma esperanza de vida que en los
países más desarrollados y gozar de las mismas oportunidades que les permitan
la puesta en práctica de las propias capacidades.
Por último, también se necesitaría una
federación de pueblos libremente constituida y a la que se subordinaran los
diferentes estados nacionales a fin de mediar en las diferencias que entre
ellos pudieran surgir. Esta federación y sus tribunales, democráticamente
constituidos, estarían dotados de poder, en el terreno jurídico, económico y
político, suficiente como para dirimir los conflictos interestatales,
corrigiendo y superando la actual estructura y funcionamiento de la ONU.
Para solucionar cualquier conflicto, por
tanto, es necesaria la fuerza, la fuerza de la razón, que no es pasividad, como
decía Gandhi, sino invitando a la palabra, al diálogo, o, llegado el caso,
recurriendo a las instancias que arbitren soluciones que obliguen a las partes
en conflicto. Pero también, frente a la injusta agresión, estructural o
directa, racista o de género, ideológica o de clase, cuando las palabras ya no
sirven, es resistencia pacífica, no violenta, resistencia en la denuncia, en
difundir la situación, en concitar apoyos, en dar una respuesta colectiva y
solidaria, en conseguir que el derecho esté con el débil, con el agredido. Ese
fue el mensaje de Gandhi, esa fue su lucha y su vida. Por eso, hoy –y
terminamos- lo decimos con él, “no hay caminos para la paz, la paz es el
camino”.
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