En situaciones de crisis del
sistema económico-social, como la que vivimos hoy, los consensos sobre los que
habían fluctuado las relaciones sociales y políticas se quiebran apareciendo
tendencias que larvadamente se mantenían silenciadas. El nacionalismo
españolista había acallado la voluntad de los pueblos del Estado que durante la
II República reclamaron el reconocimiento de su identidad y el derecho de
autodeterminación. Posteriormente, la Constitución monárquica salida del
consenso de la transición y la LOAPA, aprobada tras el intento de golpe de Estado
del 23-F, acabaron configurando un modelo de Estado en el que el nacionalismo
españolista continuaba su hegemonía bajo el Estado de las autonomías frente a
las invocaciones al derecho de autodeterminación esgrimidos por partidos de
Cataluña y Euskadi principalmente.
No obstante, el derecho de
autodeterminación y el reconocimiento de la identidad no dejó de estar presente,
aunque ello no tuviera ninguna traducción política ni tan siquiera, salvo en Euskadi,
consiguiera movilizaciones masivas. Pero era cuestión de tiempo. Bastaba que el
impulso centralista se debilitase, disminuyera la autoridad y aumentara el desprestigio de la clase política al no dar respuesta a los
problemas económicos-sociales y que se perdiese el temor a los poderes fácticos,
para que esa fuerza subyacente emergiese en un nuevo escenario: las voces que
reclaman su identidad y el derecho de autodeterminación, especialmente en
Euskadi y en Cataluña, son mayoritarias y se han expresado masivamente entre la
población y los representantes institucionales de cada comunidad. Y no hay
marcha atrás.
Con toda lógica, un Estado,
cualquier Estado, si quiere poseer legitimidad, tiene que ser el resultado del
pacto entre los pueblos que quieran así estar organizados. En la tradición
ilustrada, desde Hobbes a Rouseau, los filósofos contractualistas entendieron
la legitimidad basada en el contrato entre la ciudadanía y los gobernantes. Un
modelo de Estado basado en la imposición por las clases dominantes, que ha sido
la práctica histórica del mismo, podrá perdurar en el tiempo, pero nunca gozará
de la legitimidad que le otorga el consentimiento de los a él, ciudadanos y
pueblos, sometidos.
Pueblos con identidad cultural
diferente podrán apostar por un modelo unitario, federal o confederarse. Como
también adoptar una andadura propia proclamándose independientes. Pero cualquier
opción siempre será el resultado de la decisión de cada pueblo y del pacto
resultante. Ese pacto nunca se hizo en el Estado español, y ahora se reclama. Y
la reacción del nacionalismo españolista, de derechas o de unas supuestas
izquierdas, ocultando la historia real bajo la que ha discurrido la vida de los
pueblos, ocultando el legítimo derecho que poseen a la autodeterminación, ha sido
la de propagar el miedo entre la población, propagar el temor a un incierto
futuro ante lo que esos pueblos puedan decidir; en el fondo, azuzar el miedo a
la libertad. Esa reacción tiene consecuencias,
y los dirigente de la fuerzas políticas partidarias del nacionalismo español lo
saben.
A principios de los 40 del siglo pasado, el filósofo y psicólogo social frankfurtiano, Erich Fromm, estudió y publicó la obra “El miedo a la libertad" donde explicaba cómo el ascenso del fascismo (el nazismo hitleriano, en concreto) se producía apoyándose en el temor que sienten sectores de población a verse desprotegidos
de sus tradicionales asideros ideológico-políticos, de las seguridades que de
pronto aparecen quebrantadas, de encontrarse solos en el nuevo espacio de
libertad. Una crisis del sistema como la que padecemos, bien azuzada por el
fantasma de la descomposición territorial, son el caldo de cultivo para que surja
el temor en quienes se sienten desamparados de la autoridad y de los símbolos
que hasta ahora proporcionaban seguridad y orientaba el sentido colectivo de
una tranquila existencia. La reacción entonces se vuelve hacia la figura del
líder, a quien se invoca en una transferencia de libido, un deseo de fundirse
en nuevos vínculos, sometiéndose a ese poder que canalice los impulsos de
destrucción hacia “los otros”, los que amenazan la frágil inseguridad que ha
resultado la vida cotidiana. El mecanismo de evasión es una llamada al
fascismo. El Gobierno, los medios afines y otras magistraturas del Estado
parecen emprender esa deriva al autoritarismo, espoleados por dirigentes como
el expresidente Aznar, entre otros.
¿Qué población se dejará
arrastrar por el miedo a la libertad y caerá en la seducción del líder
autoritario? Sin duda aquella que no comprenda que el ejercicio de libertad
tiene como límite la libertad de los demás, la igual dignidad que cada ser
humano posee. Los derechos humanos son una barrera infranqueable que desde cada
cultura, desde cada pueblo del Estado (y desde cada Estado) se tiene que
proteger. Da igual el status político que alcance y pacte cada pueblo. Cada
individuo tendrá más motivos, y más seguridad, para gozar de las libertades
individuales, como es el sentido positivo de libertad, como libertad para, si
el espacio de la libertad es además, libertad colectiva y que permita que cada
pueblo pueda ejercer el derecho de autodeterminación y decidir democráticamente
las formas de gobierno.