Los movimientos
ciudadanos, surgidos en los dos últimos años, han situado en el centro de sus
críticas a “la clase política”, a los profesionales de la política, por
constituir una casta más interesada en mantenerse en el poder, en atender sus
propios intereses, comunes con los del sector financiero, la banca y la gran
empresa, que en el desempeño de las tareas para las cuales fueron elegidos: las
de mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía, en el bien público.
Aunque en un primer
momento no todos los “señalados” se dieron por aludidos, tras el movimiento “25S
Rodea el Congreso” y, en particular, a raíz del auto del juez Pedraz, ha habido
casi unanimidad en despreciar esta crítica negando que los políticos supongan
casta o clase alguna, tachando con todo tipo de acusaciones y descalificaciones
a los promotores de la misma. Y una vez más han salido con la cantinelas de que
tras la crítica se encontraba la extrema derecha, que se perseguían
determinados intereses en la despolitización de la sociedad, en el desprestigio
de la democracia o que trataban de eludir la responsabilidad de otros poderes
sociales en la situación de crisis que vive el país.
En esta práctica unanimidad
de todas las opciones políticas, desde la derecha a la izquierda, llama la
atención la carencia de argumentos que nieguen la consistencia de las
acusaciones, quedando sus respuestas en simples falacias del tipo ad hominem (contra la persona). La
realidad, lo que nos muestra, es que quienes se encaraman en las estructuras de
poder de los partidos políticos, es decir, en el aparato, tienden a perpetuarse
en él y ocupar los espacios de representación política que a ese partido
corresponda. No quiere decir que no haya excepciones, que haberlas, háylas,
pero esa es la tendencia seguida en estos últimos 30 años.
¿Y qué es lo que permite
la endogamia en los partidos? ¿Qué impide la renovación y el control
democrático? Por un lado la propia estructura de los partidos, donde las
direcciones imponen la selección de
dirigentes en otros escalafones y de candidatos, sin que los afiliados/as y
votantes puedan ejercer la elección democrática, directa y con garantías. En
los casos de las cúpulas dirigentes, cuando se producen cambios, son debidos
fundamentalmente a la rivalidad desde dentro del propio aparato, pero que no
van afectar sustancialmente a sus miembros ni van a suponer renovación alguna.
Los intentos de renovación desde fuera del propio aparato han acabado en sonoros
fracasos, aún cuando alguno de ellos contara con el apoyo de la afiliación (J.
Borrell, por ejemplo).
El otro motivo es la
escasa intervención de la afiliación y votantes en la elaboración de las
diferentes candidaturas. Si además, el sistema electoral está basado en listas
bloqueadas y cerradas, el votante no podrá discriminar entre candidatos, de
manera que los elegidos serán afines a la dirección y laborarán al servicio de
sus aparatos o perteneciendo a ellos. Y mientras no se operen los cambios constitucionales
y de la ley electoral, este sistema tiende a perpetuarse.
No puede negarse que el
atractivo del poder funcione como un fuerte estímulo y que muchas personas se
involucren de manera decidida a esos menesteres. Es legítimo. Pero en política,
el ejercicio del poder tiene unos límites: el que impone la ciudadanía, a quien
tiene que representar en defensa de los intereses públicos. Ahora bien, si con
el paso de los años y las legislaturas, se ve un paulatino retroceso en los
derechos ciudadanos, de las conquistas sociales, la desafectación entre la
ciudadanía y el poder político está más que justificada, y los controles que
permiten hablar de democracia, como el sistema de representación, están fallando.
Pero en el funcionamiento
del sistema democrático, y las causas de la separación entre representantes y
representados, también se observa que no sólo es el poder lo que mueve a la
endogamia de los representantes políticos, sino la conjunción de intereses con
las grandes empresas, el sector financiero de la economía y la mayoría de los
medios de comunicación. Debido a la competencia que se produce como
consecuencia del sistema electoral, los partidos políticos se endeudan con la
banca hasta extremos que de ella dependen para su propia supervivencia. De esta
manera, los favores mutuos, el trasvase del sector político al financiero y
viceversa, y políticas orientadas al beneficio del sector bancario, es práctica
corriente.
La trama de intereses mutuos, tras tantos
años de ejercicio del poder, político y económico, alcanza a las grandes
empresas y, por tanto, al desarrollo de políticas que favorezcan los mismos
intereses. A este respecto y sobre la presencia de políticos en el sector energético,
independientemente de su color político, puede leerse la entrada del 16 de
marzo. Pero también puede servirnos, para ilustrar el grado de confluencia
entre las élites, la información reciente, procedente del New York Times, de la
que en nuestro país nadie, ningún medio de difusión (prueba de la
interdependencia), ha hecho referencia. En otras ocasiones hemos hablado del
enorme fraude fiscal existente y cómo, si se persiguiera este delito, habría
aflorado tal cantidad de dinero que, llegado el caso, no hubiera sido necesario
efectuar los recortes presupuestarios, y menos aún el aplicado a los servicios
públicos, para contener el déficit. Pues como decía, el diario NYT publica un
reportaje, basado en la información proporcionada por un informático del banco
suizo HSBC, según la cual 569 ciudadanos/as de este país tendrían cuentas
abiertas sin declarar con fuertes sumas de dinero. ¿Quiénes figuran entre
ellos? En el listado aparecen nombres conocidos de banqueros, empresarios y
políticos. Y según el diario, esto es una práctica muy común
entre grandes familias, empresas y banca; es decir, las élites que nos
gobiernan. Nota: he suprimido el listado de políticos porque no se correspondía con lo publicado en NYT y que reproducía una web de donde obtuve la información. Mantendré la supresión hasta tanto no se verifique realmente el nombre de las personas implicadas.
Este caldo de cultivo, de trama de intereses
mutuos y el poder político como fin en sí mismo, explica que la denominada
clase política trate de gozar de privilegios (sueldos elevados, dietas, viajes
en avión y tren, pensiones…) que se
niegan al resto de la población, y, lo que es más grave, que los casos de corrupción,
corruptelas, nepotismo y redes clientelares sean prácticas generalizadas, desde
el más pequeño de los ayuntamientos a las más altas magistraturas del Estado.
Termino con la pregunta con que se inició
este artículo: ¿está justificado hablar de clase política? Sin duda, sea cual
fuere la respuesta, como han señalado los movimientos 15-M, Frente Cívico Somos
Mayoría, 25S Rodea el Congreso, etc., estos profesionales de la política, lo
que podemos asumir convencionalmente como clase política, hoy, son un obstáculo
para la necesaria regeneración de la democracia, para el establecimiento de una
democracia real en la que el pueblo se autogobierne.
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