domingo, 21 de octubre de 2012

Los profesionales de la política, o la clase política, y la crítica ciudadana.



Los movimientos ciudadanos, surgidos en los dos últimos años, han situado en el centro de sus críticas a “la clase política”, a los profesionales de la política, por constituir una casta más interesada en mantenerse en el poder, en atender sus propios intereses, comunes con los del sector financiero, la banca y la gran empresa, que en el desempeño de las tareas para las cuales fueron elegidos: las de mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía, en el bien público.

Aunque en un primer momento no todos los “señalados” se dieron por aludidos, tras el movimiento “25S Rodea el Congreso” y, en particular, a raíz del auto del juez Pedraz, ha habido casi unanimidad en despreciar esta crítica negando que los políticos supongan casta o clase alguna, tachando con todo tipo de acusaciones y descalificaciones a los promotores de la misma. Y una vez más han salido con la cantinelas de que tras la crítica se encontraba la extrema derecha, que se perseguían determinados intereses en la despolitización de la sociedad, en el desprestigio de la democracia o que trataban de eludir la responsabilidad de otros poderes sociales en la situación de crisis que vive el país.

En esta práctica unanimidad de todas las opciones políticas, desde la derecha a la izquierda, llama la atención la carencia de argumentos que nieguen la consistencia de las acusaciones, quedando sus respuestas en simples falacias del tipo ad hominem (contra la persona). La realidad, lo que nos muestra, es que quienes se encaraman en las estructuras de poder de los partidos políticos, es decir, en el aparato, tienden a perpetuarse en él y ocupar los espacios de representación política que a ese partido corresponda. No quiere decir que no haya excepciones, que haberlas, háylas, pero esa es la tendencia seguida en estos últimos 30 años.

¿Y qué es lo que permite la endogamia en los partidos? ¿Qué impide la renovación y el control democrático? Por un lado la propia estructura de los partidos, donde las direcciones imponen  la selección de dirigentes en otros escalafones y de candidatos, sin que los afiliados/as y votantes puedan ejercer la elección democrática, directa y con garantías. En los casos de las cúpulas dirigentes, cuando se producen cambios, son debidos fundamentalmente a la rivalidad desde dentro del propio aparato, pero que no van afectar sustancialmente a sus miembros ni van a suponer renovación alguna. Los intentos de renovación desde fuera del propio aparato han acabado en sonoros fracasos, aún cuando alguno de ellos contara con el apoyo de la afiliación (J. Borrell, por ejemplo).

El otro motivo es la escasa intervención de la afiliación y votantes en la elaboración de las diferentes candidaturas. Si además, el sistema electoral está basado en listas bloqueadas y cerradas, el votante no podrá discriminar entre candidatos, de manera que los elegidos serán afines a la dirección y laborarán al servicio de sus aparatos o perteneciendo a ellos. Y mientras no se operen los cambios constitucionales y de la ley electoral, este sistema tiende a perpetuarse.

No puede negarse que el atractivo del poder funcione como un fuerte estímulo y que muchas personas se involucren de manera decidida a esos menesteres. Es legítimo. Pero en política, el ejercicio del poder tiene unos límites: el que impone la ciudadanía, a quien tiene que representar en defensa de los intereses públicos. Ahora bien, si con el paso de los años y las legislaturas, se ve un paulatino retroceso en los derechos ciudadanos, de las conquistas sociales, la desafectación entre la ciudadanía y el poder político está más que justificada, y los controles que permiten hablar de democracia, como el sistema de representación, están fallando.

Pero en el funcionamiento del sistema democrático, y las causas de la separación entre representantes y representados, también se observa que no sólo es el poder lo que mueve a la endogamia de los representantes políticos, sino la conjunción de intereses con las grandes empresas, el sector financiero de la economía y la mayoría de los medios de comunicación. Debido a la competencia que se produce como consecuencia del sistema electoral, los partidos políticos se endeudan con la banca hasta extremos que de ella dependen para su propia supervivencia. De esta manera, los favores mutuos, el trasvase del sector político al financiero y viceversa, y políticas orientadas al beneficio del sector bancario, es práctica corriente.

La trama de intereses mutuos, tras tantos años de ejercicio del poder, político y económico, alcanza a las grandes empresas y, por tanto, al desarrollo de políticas que favorezcan los mismos intereses. A este respecto y sobre la presencia de políticos en el sector energético, independientemente de su color político, puede leerse la entrada del 16 de marzo. Pero también puede servirnos, para ilustrar el grado de confluencia entre las élites, la información reciente, procedente del New York Times, de la que en nuestro país nadie, ningún medio de difusión (prueba de la interdependencia), ha hecho referencia. En otras ocasiones hemos hablado del enorme fraude fiscal existente y cómo, si se persiguiera este delito, habría aflorado tal cantidad de dinero que, llegado el caso, no hubiera sido necesario efectuar los recortes presupuestarios, y menos aún el aplicado a los servicios públicos, para contener el déficit. Pues como decía, el diario NYT publica un reportaje, basado en la información proporcionada por un informático del banco suizo HSBC, según la cual 569 ciudadanos/as de este país tendrían cuentas abiertas sin declarar con fuertes sumas de dinero. ¿Quiénes figuran entre ellos? En el listado aparecen nombres conocidos de banqueros, empresarios y políticos. Y según el diario, esto es una práctica muy común entre grandes familias, empresas y banca; es decir, las élites que nos gobiernan. Nota: he suprimido el listado de políticos porque no se correspondía con lo publicado en NYT y que reproducía una web de donde obtuve la información. Mantendré la supresión hasta tanto no se verifique realmente el nombre de las personas implicadas. 

Este caldo de cultivo, de trama de intereses mutuos y el poder político como fin en sí mismo, explica que la denominada clase política trate de gozar de privilegios (sueldos elevados, dietas, viajes en avión y tren, pensiones…)  que se niegan al resto de la población, y, lo que es más  grave, que los casos de corrupción, corruptelas, nepotismo y redes clientelares sean prácticas generalizadas, desde el más pequeño de los ayuntamientos a las más altas magistraturas del Estado.

Termino con la pregunta con que se inició este artículo: ¿está justificado hablar de clase política? Sin duda, sea cual fuere la respuesta, como han señalado los movimientos 15-M, Frente Cívico Somos Mayoría, 25S Rodea el Congreso, etc., estos profesionales de la política, lo que podemos asumir convencionalmente como clase política, hoy, son un obstáculo para la necesaria regeneración de la democracia, para el establecimiento de una democracia real en la que el pueblo se autogobierne. 

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