jueves, 26 de julio de 2012

Antes que cualquier imperativo legal está el imperativo moral, el que sostiene que no podemos colaborar en la aplicación de medidas que empeoren las condiciones materiales de vida de la población.




Diferenciando entre la actividad propia del funcionariado y la de quienes ejercen  responsabilidades políticas, podemos decir que el funcionariado no puede  tomar decisiones políticas; se limita a ejecutar unas tareas al servicio de una administración pública y se encuentra organizado en una gradación jerarquizada, opera siempre dentro de un marco normativo-legal y está supeditado a instancias políticas, en las que reside la capacidad decisoria. Eso es lo que le corresponde hacer a cualquier persona en tanto que funcionaria. Pudiera suceder que le generase problemas de conciencia el tener que ejecutar determinadas medidas que afectaran a la dignidad o que repercutiesen negativamente en las condiciones de vida de usuarios/as de dicha administración. Esta situación conflictiva, la de tener que aplicar algo con lo que no se está de acuerdo, es difícil, por no decir que imposible, el que pueda resolverla esa persona en tanto que funcionaria. Pero nada le impide que, en calidad de ciudadana, haga todo lo posible por cambiar el marco legal en el que tiene que desenvolverse su actividad como funcionaria. De esta forma podría encontrar una salida satisfactoria a los problemas de conciencia que le ocasiona el ejercicio de su actividad laboral. En condiciones extremas de vulneración grave de la dignidad humana, bien es cierto que también cabe, y a veces es una necesidad moral, el hacer dejación de la función; es decir, el negarse a ejecutar las medidas a las que le obligan, y atenerse a las consecuencias que ello conlleva.

Pero en el ámbito de lo político, el de la participación pública, es una actividad voluntaria que tiene por objetivo la toma de decisiones en los órganos de poder para la gestión del espacio de lo público, y que afectan al conjunto de la comunidad. En última instancia, de las decisiones políticas que cada representante político tome, no hay más responsable moral que la persona de cada cual, y es ante su conciencia ante quien tiene que rendir cuentas. Bien es cierto que, en el ejercicio de la actividad política, se pueden tomar decisiones de consecuencias, a veces, no fáciles de discernir desde el punto de vista moral. Pero no hay duda de otras muchas de ellas. Cuando se anuncian medidas de recortes presupuestarios que van a afectar gravemente a los sectores más desfavorecidos de la población, las decisiones que toman los representantes políticos pueden no acarrearle ningún problema de conciencia, incluso pueden producirle cierta malévola alegría su aprobación; respondiendo con un “¡qué se jodan!” o aplaudiendo de forma complacida y sonriente. Algún político, sin duda mostrando mayor sensibilidad, no puede evitar dejar caer unas lágrimas (o sollozar abiertamente) mientras anuncia dichas medidas. En cualquier caso, tampoco estaba obligada (y me refiero a la ministra italiana) a aprobarlas y antepuso otros criterios ajenos a los que su conciencia parecía dictarle.

Cierto es que, en la presentación parlamentaria de las últimas medidas de ajuste, no podíamos esperar algo diferente de los representantes políticos que lo visualizado a través de las cámaras televisivas. A nadie ha sorprendido el sádico exabrupto de la pija niña de papá, ni la reacción de sus compañeros y compañeras de bancada, unidos todos por los mismos intereses. Tampoco nos sorprende las cambiantes actitudes de la mayoría de muchos de estos representantes políticos según se esté en el gobierno o en la oposición. Ahora en esta última situación, mostraban caras serias mientras se anunciaban las medidas de recorte que hace un año, cuando gobernaban, aprobaron disciplinadamente. En cualquier caso, la función autocrítica de la conciencia, o remordimiento, no parece por ahora estar presente en ellos cuando nadie ha evidenciado el más mínimo sentimiento de culpabilidad ni ha mostrado público arrepentimiento. Tanta homogeneidad no deja de causar extrañeza.

Por otro lado, era lógico, porque está contenido en los principios teóricos que sustentan la fuerzas políticas de la izquierda real, que fuese visible el enfado de los diputados/as pertenecientes a ellas (pertenecientes al grupo de Izquierda Plural) y, en consecuencia, votaran en contra o se ausentaran de la votación. Esa actitud es éticamente irreprochable, por cuanto se han negado a participar o colaborar en la aprobación de medidas contrarias a derechos básicos que afectan a las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Pero diputados de fuerzas políticas que en el Congreso se opusieron a los recortes, han tenido una postura diferente en el parlamento andaluz.

A veces no resolvemos con claridad qué es lo que debemos hacer; es decir, el sentido positivo del imperativo moral. Por ejemplo, el dilema que se le presentó a los diputados y diputadas de IU en Andalucía acerca de si debían apoyar y entrar en un gobierno de coalición con el PSOE. Puedo admitir que obrando de buena fe creyeran que, en términos políticos, era lo más aceptable para lo que esta fuerza política defiende para Andalucía. Sin embargo esto es más dudoso desde una perspectiva moral. Y una política que no se fundamente en criterios morales es una mera técnica de dominio. Pero admito las dudas respecto a la respuesta que podría darse sobre el acuerdo con el PSOE: alguien podría ingenuamente suponer que este partido abandonaría el neoliberalismo en el que estaba instalado o, también, que tuviera un insuficiente juicio político acerca de las consecuencias de ese acuerdo. Pero si no siempre es fácil encontrar la respuesta acerca de lo que se debe hacer, de lo que sea lo justo, es menos difícil comprender qué se tiene por injusto, qué no debemos hacer. Es lo que el filósofo Javier Muguerza denominara el imperativo de la disidencia: decir que no a cualquier acto que suponga una  agresión, una degradación de la dignidad humana, de los derechos en la que esta se expresa. Y resulta bastante comprensible que entendamos por injusto el que sean los sectores desfavorecidos, los salarios directos o diferidos en forma de servicios públicos (sanidad, enseñanza, dependencia, paro, pensiones…) de la población quienes tengan que pagar los desequilibrios producidos entre los ingresos y gastos del Estado. En consecuencia, la actitud de quien se espera que se comporte de manera éticamente irreprochable, es la de negarse a dar su aprobación a las medidas de recorte, el plan de ajuste, que conlleva las consecuencias antedichas.

Antes explicaba la sustancial diferencia entre el funcionariado y los representantes políticos. El funcionariado tiene que actuar por imperativo legal en el ejercicio de su función, aunque no en tanto que ciudadano/a (la distinción kantiana entre uso privado y uso público de la razón). Pero no es el caso del representante político. Este no está sometido a ningún imperativo legal que le obligue a dar su aprobación a una ley u otra. El recorte presupuestario para Andalucía vendrá decidido por el Gobierno central, pero el acatamiento y aprobación del mismo es responsabilidad de cada parlamentario/a de Andalucía. Excusarse con que se aceptan los recortes por “imperativo legal” es renunciar a la condición de representante político para asumir la de funcionario. Significa limitarse a ejecutar las decisiones que en otras instancias se toman, sean de Madrid o de Bruselas. Pero no es sólo su deserción como político, tarea para la que fue democráticamente elegido, sino que, y es lo más grave, pretende dimitir de su condición como sujeto moral. Por encima de cualquier ley, está la conciencia de cada cual, de su capacidad para decidir acerca acciones morales, de poder decir que no a la aprobación de medidas que atentan a la dignidad humana. Ese es el representante político al que aspirábamos y… esperamos. 

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