Diferenciando entre la actividad
propia del funcionariado y la de quienes ejercen responsabilidades políticas, podemos decir
que el funcionariado no puede tomar
decisiones políticas; se limita a ejecutar unas tareas al servicio de una administración
pública y se encuentra organizado en una gradación jerarquizada, opera siempre
dentro de un marco normativo-legal y está supeditado a instancias políticas, en
las que reside la capacidad decisoria. Eso es lo que le corresponde hacer a
cualquier persona en tanto que funcionaria. Pudiera suceder que le generase
problemas de conciencia el tener que ejecutar determinadas medidas que afectaran
a la dignidad o que repercutiesen negativamente en las condiciones de vida de
usuarios/as de dicha administración. Esta situación conflictiva, la de tener
que aplicar algo con lo que no se está de acuerdo, es difícil, por no decir que
imposible, el que pueda resolverla esa persona en tanto que funcionaria. Pero
nada le impide que, en calidad de ciudadana, haga todo lo posible por cambiar
el marco legal en el que tiene que desenvolverse su actividad como funcionaria.
De esta forma podría encontrar una salida satisfactoria a los problemas de
conciencia que le ocasiona el ejercicio de su actividad laboral. En condiciones
extremas de vulneración grave de la dignidad humana, bien es cierto que también
cabe, y a veces es una necesidad moral, el hacer dejación de la función; es decir,
el negarse a ejecutar las medidas a las que le obligan, y atenerse a las
consecuencias que ello conlleva.
Pero en el ámbito de lo político,
el de la participación pública, es una actividad voluntaria que tiene por
objetivo la toma de decisiones en los órganos de poder para la gestión del
espacio de lo público, y que afectan al conjunto de la comunidad. En última
instancia, de las decisiones políticas que cada representante político tome, no
hay más responsable moral que la persona de cada cual, y es ante su conciencia
ante quien tiene que rendir cuentas. Bien es cierto que, en el ejercicio de la
actividad política, se pueden tomar decisiones de consecuencias, a veces, no
fáciles de discernir desde el punto de vista moral. Pero no hay duda de otras
muchas de ellas. Cuando se anuncian medidas de recortes presupuestarios que van
a afectar gravemente a los sectores más desfavorecidos de la población, las
decisiones que toman los representantes políticos pueden no acarrearle ningún
problema de conciencia, incluso pueden producirle cierta malévola alegría su
aprobación; respondiendo con un “¡qué se jodan!” o aplaudiendo de forma
complacida y sonriente. Algún político, sin duda mostrando mayor sensibilidad,
no puede evitar dejar caer unas lágrimas (o sollozar abiertamente) mientras
anuncia dichas medidas. En cualquier caso, tampoco estaba obligada (y me
refiero a la ministra italiana) a aprobarlas y antepuso otros criterios ajenos
a los que su conciencia parecía dictarle.
Cierto es que, en la presentación
parlamentaria de las últimas medidas de ajuste, no podíamos esperar algo
diferente de los representantes políticos que lo visualizado a través de las
cámaras televisivas. A nadie ha sorprendido el sádico exabrupto de la pija niña
de papá, ni la reacción de sus compañeros y compañeras de bancada, unidos todos
por los mismos intereses. Tampoco nos sorprende las cambiantes actitudes de la
mayoría de muchos de estos representantes políticos según se esté en el
gobierno o en la oposición. Ahora en esta última situación, mostraban caras
serias mientras se anunciaban las medidas de recorte que hace un año, cuando
gobernaban, aprobaron disciplinadamente. En cualquier caso, la función
autocrítica de la conciencia, o remordimiento, no parece por ahora estar
presente en ellos cuando nadie ha evidenciado el más mínimo sentimiento de
culpabilidad ni ha mostrado público arrepentimiento. Tanta homogeneidad no deja
de causar extrañeza.
Por otro lado, era lógico, porque está
contenido en los principios teóricos que sustentan la fuerzas políticas de la
izquierda real, que fuese visible el enfado de los diputados/as pertenecientes
a ellas (pertenecientes al grupo de Izquierda Plural) y, en consecuencia,
votaran en contra o se ausentaran de la votación. Esa actitud es éticamente
irreprochable, por cuanto se han negado a participar o colaborar en la
aprobación de medidas contrarias a derechos básicos que afectan a las
condiciones de vida de los más desfavorecidos. Pero diputados de fuerzas
políticas que en el Congreso se opusieron a los recortes, han tenido una
postura diferente en el parlamento andaluz.
A veces no resolvemos con
claridad qué es lo que debemos hacer; es decir, el sentido positivo del
imperativo moral. Por ejemplo, el dilema que se le presentó a los diputados y
diputadas de IU en Andalucía acerca de si debían apoyar y entrar en un gobierno
de coalición con el PSOE. Puedo admitir que obrando de buena fe creyeran que,
en términos políticos, era lo más aceptable para lo que esta fuerza política
defiende para Andalucía. Sin embargo esto es más dudoso desde una perspectiva
moral. Y una política que no se fundamente en criterios morales es una mera
técnica de dominio. Pero admito las dudas respecto a la respuesta que podría
darse sobre el acuerdo con el PSOE: alguien podría ingenuamente suponer que
este partido abandonaría el neoliberalismo en el que estaba instalado o,
también, que tuviera un insuficiente juicio político acerca de las
consecuencias de ese acuerdo. Pero si no siempre es fácil encontrar la
respuesta acerca de lo que se debe hacer, de lo que sea lo justo, es menos
difícil comprender qué se tiene por injusto, qué no debemos hacer. Es lo que el
filósofo Javier Muguerza denominara el imperativo de la disidencia: decir que
no a cualquier acto que suponga una
agresión, una degradación de la dignidad humana, de los derechos en la
que esta se expresa. Y resulta bastante comprensible que entendamos por injusto
el que sean los sectores desfavorecidos, los salarios directos o diferidos en
forma de servicios públicos (sanidad, enseñanza, dependencia, paro, pensiones…)
de la población quienes tengan que pagar los desequilibrios producidos entre
los ingresos y gastos del Estado. En consecuencia, la actitud de quien se
espera que se comporte de manera éticamente irreprochable, es la de negarse a
dar su aprobación a las medidas de recorte, el plan de ajuste, que conlleva las
consecuencias antedichas.
Antes explicaba la sustancial
diferencia entre el funcionariado y los representantes políticos. El
funcionariado tiene que actuar por imperativo legal en el ejercicio de su
función, aunque no en tanto que ciudadano/a (la distinción kantiana entre uso
privado y uso público de la razón). Pero no es el caso del representante
político. Este no está sometido a ningún imperativo legal que le obligue a dar
su aprobación a una ley u otra. El recorte presupuestario para Andalucía vendrá
decidido por el Gobierno central, pero el acatamiento y aprobación del mismo es
responsabilidad de cada parlamentario/a de Andalucía. Excusarse con que se
aceptan los recortes por “imperativo legal” es renunciar a la condición de
representante político para asumir la de funcionario. Significa limitarse a
ejecutar las decisiones que en otras instancias se toman, sean de Madrid o de
Bruselas. Pero no es sólo su deserción como político, tarea para la que fue
democráticamente elegido, sino que, y es lo más grave, pretende dimitir de su
condición como sujeto moral. Por encima de cualquier ley, está la conciencia de
cada cual, de su capacidad para decidir acerca acciones morales, de poder decir
que no a la aprobación de medidas que atentan a la dignidad humana. Ese es el
representante político al que aspirábamos y… esperamos.
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