La situación política que se vive en este
país empieza a señalar a la “clase política” y las instituciones del Estado, junto
al paro, como uno de los principales problemas que padece la población. Y no
faltan razones para entender tal descrédito: no hay institución o fuerza
política en la que la corrupción, el nepotismo o el sistemático incumplimiento
de promesas esté presente.
El efecto de todo ello es la desafección de
un cada vez mayor número de ciudadanos/as del ejercicio de la política, y que los sondeos muestren un escaso apoyo directo a las fuerzas políticas, un ascenso de indecisos/as, voto en blanco y, fundamentalmente, de la abstención para próximas consultas
electorales. ¿Significa esa actitud un alejamiento de la política?
A ninguna persona que se le preguntara sobre el desinterés o aparente regreso a la privacidad, al margen
del grado de rechazo que le cause la actividad de los profesionales que ocupan
las instituciones y los aparato de los partidos, se le ocurriría responder que
estaba dispuesta a renunciar a su condición de ciudadana. Y si se le pidieran
explicaciones del porqué, es bastante probable que balbucearan que la condición
de ciudadana es la que les asegura ciertos derechos así como la posibilidad de
intervenir en los asuntos públicos, al menos en aquellos que entiende que le afectan
directamente.
En efecto, lo que se manifiesta como
intuición, responde a las dos tradiciones que están en la raíz del concepto de
ciudadanía. La raíz griega es la que entiende que una persona sería ciudadana
en la medida que puede participar en los asuntos de su comunidad, en los
asuntos públicos. La raíz latina, sin embargo, es la que ha sustentado que la
condición ciudadana es un compromiso por el que el Estado reconoce y protege
una serie de derechos. En ambas tradiciones, a cambio de unas obligaciones con
respecto a la comunidad.
Por tanto, sólo se puede obtener la ciudadana
en el seno de una comunidad política; y una comunidad política no puede
constituirse sin personas que sean consideradas como ciudadanas. En sentido amplio, la política ya
no sería tanto el arte de gobernar, sino el de ejercer como ciudadana en la comunidad
política. Y si la desafección hacia la condición ciudadana no existe, no puede
hablarse de rechazo a la política.
Cuando se advierte desde los dirigentes (y afiliados/as también) de
los partidos políticos lo peligroso que puede llegar a ser para la democracia
el que se incremente el rechazo a la política, sospecho que, lo que se está
pensando, es en lo que puede suponer de riesgo para sus propios privilegios el
que se cuestione el modelo establecido.
Desde los movimientos ciudadanos/as, desde el
15M, las mareas ciudadanas, el 25S el movimiento antideshaucios, el FCSM, etc., como partes más avanzadas del movimiento de rechazo al sistema político y a la clase
política, se está reivindicando la democracia participativa y el reconocimiento
de derechos individuales y colectivos frente a los mercados, contra los privilegios de
la las élites políticas, económicas y financieras. Eso es en realidad la expresión
del sentido republicano de la democracia, de la política, que estuvo desde los
orígenes en Grecia y en Roma. Esa es la movilización que con simpatía percibe
la mayoría de la opinión pública y que puede suponer la regeneración de la
democracia, un futuro de esperanza frente al agotamiento del
régimen monárquico y la partitocracia instituida en la Transición.
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