En los acuerdos de Lisboa
del año 2000 se diseñó, entre otros objetivos, el futuro de la educación en
Europa. El Consejo Europeo, institución integrada por los Jefes de Estado o de
Gobierno de la UE ,
asumió las tesis liberales según las cuales el sistema educativo tenía que
formar el modelo de ser humano que interesaba en esta fase de desarrollo del
capitalismo. Entre los objetivos estratégicos proponía la creación de “infraestructuras
del conocimiento, de aumento de la innovación y de la reforma económica y de
modernización del bienestar social y de los sistemas educativos”.
Los sistemas educativos se
reformaron de manera que los estudios no universitarios fomentaran una
formación orientada hacia la adquisición de nuevas competencias básicas, en
particular en las tecnologías de la información; competencias que permitieran una
adecuada inserción en el mercado laboral y que evitaran el fracaso adaptativo de
los jóvenes en la vida social. Específicamente se trata de un modelo formativo dirigido
a que la fuerza de trabajo que se necesita, fundamentalmente en el sector
servicios, estuviese expresamente cualificada para sus necesidades.
En cuanto a las
titulaciones universitarias, un año antes se había iniciado el conocido plan
Bolonia, un proceso de convergencia europeo de los estudios universitarios que
daría lugar a un marco global de títulos, al Espacio Europeo de Educación
Superior. Las titulaciones universitarias tendrían que hacerse en función de
las demandas sociales, o lo que es lo mismo, de las necesidades del mercado o
sistema productivo.
Esta forma de concebir el
sistema educativo, de adaptarlo a las necesidades del sistema productivo, sin
duda, genera cierta -no entusiasta, pero sí cierta-aceptación entre algunos
sectores de población. No tanto porque se piense que ese debe ser el modelo
educativo, sino porque no se desea que la Universidad se
convierta en una expendeduría de titulados en paro. Y otro tanto sucede con los
estudios no universitarios si estos no garantizan un acceso al mercado laboral
en mejores condiciones que si no se poseyeran.
Pero este planteamiento
sólo deja al descubierto una parte de todos los argumentos que deberían
sopesarse en el debate. Para que la evaluación por parte de la ciudadanía fuese
la adecuada, tendría que haberse planteado con toda claridad cuáles pueden ser los
objetivos del sistema educativo y si entre ellos no habría que establecer el
conocimiento de los más altos logros de la cultura en todas sus dimensiones. Si
la cultura, en tanto que medio eficaz de adaptación material y espiritual, ha
tenido esa función al servicio de las potencialidades humanas, reducirla a las
necesidades que se operan en el sistema productivo, es una mutilación que dará
lugar a un modelo de ser humano limitado en el ejercicio de sus potencialidades.
Es verdad que el viejo ideal aristotélico del saber teórico o contemplativo,
como la actividad más propia del ser humano y que con plenitud permite la
autorrealización y la universal aspiración a la felicidad, hoy se nos torna
algo imposible. Pero el propio Aristóteles proponía el ejercicio de la virtud
como actividad que nos aproxima a la felicidad si la anterior se convertía en
una meta difícil de alcanzar. Es decir, que la integridad personal, la práctica
de la virtud y una ciudad justa que la haga posible, desde entonces, han estado
presentes en el debate de hacia dónde conducir y orientar la formación del ser
humano.
Es más que posible que hoy
esas orientaciones tengan que ser complementadas con otras necesidades que han
ido surgiendo. Entre ellas, la adaptación al sistema económico-social. Pero adaptación
no es subordinación, sino complementariedad de las necesidades con los
irrenunciables objetivos de una formación integral del ser humano, contemplando
críticamente el presente y abriéndose a los interrogantes del futuro. La
ciudadanía tendrá que decidir, pero no se pueden mutilar u ocultar los argumentos sobre
los que establecer el debate.
Aquellas políticas, que se
iniciaron hace 10 años, han encontrado en la actual crisis del sistema que se
vive en el viejo continente la excusa para su implementación de manera
acelerada. La ofensiva del capital por aumentar su presencia en las
instituciones educativas no se reduce sólo al diseño de las carreras universitarias,
sino directamente a la gestión. La Educación pública va perdiendo presencia a
favor de los modelos privados y además va encareciéndose y disminuyendo en
calidad. Para los objetivos del neoliberalismo, la formación de profesionales
de alta cualificación técnica, no necesita de una Universidad accesible a
cualquier persona que quiera formarse. Por ello, es un gasto prescindible. Las
necesidades de ese personal pueden muy bien ser satisfechas en centros
elitistas y directamente gestionados por empresas o instituciones que representan sus
intereses. Por tanto, la política de austeridad y de recortes en el gasto
público, ha encontrado el filón en el sistema educativo. La reducción de becas,
la subida de las tasas de matriculación, el encarecimiento de los másteres, la
reducción de plantillas y aumento de las cargas horarias del profesorado, apunta
hacia un modelo de Universidad dirigido a minorías y al desmantelamiento
progresivo del sistema público.
Si no hay una respuesta
adecuada y a tiempo, la Educación, considerada un derecho, y como tal así está
recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos, no será más que un
sistema de formación de fuerza de
trabajo especializada en función de los intereses del sistema productivo y,
considerado como un negocio, directamente gestionado por instituciones
financieras y empresariales.
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