domingo, 28 de octubre de 2012

El derecho de autodeterminación y el miedo a la libertad.




En situaciones de crisis del sistema económico-social, como la que vivimos hoy, los consensos sobre los que habían fluctuado las relaciones sociales y políticas se quiebran apareciendo tendencias que larvadamente se mantenían silenciadas. El nacionalismo españolista había acallado la voluntad de los pueblos del Estado que durante la II República reclamaron el reconocimiento de su identidad y el derecho de autodeterminación. Posteriormente, la Constitución monárquica salida del consenso de la transición y la LOAPA,  aprobada tras el intento de golpe de Estado del 23-F, acabaron configurando un modelo de Estado en el que el nacionalismo españolista continuaba su hegemonía bajo el Estado de las autonomías frente a las invocaciones al derecho de autodeterminación esgrimidos por partidos de Cataluña y Euskadi principalmente.

No obstante, el derecho de autodeterminación y el reconocimiento de la identidad no dejó de estar presente, aunque ello no tuviera ninguna traducción política ni tan siquiera, salvo en Euskadi, consiguiera movilizaciones masivas. Pero era cuestión de tiempo. Bastaba que el impulso centralista se debilitase, disminuyera la autoridad y aumentara el desprestigio de la clase política al no dar respuesta a los problemas económicos-sociales y que se perdiese el temor a los poderes fácticos, para que esa fuerza subyacente emergiese en un nuevo escenario: las voces que reclaman su identidad y el derecho de autodeterminación, especialmente en Euskadi y en Cataluña, son mayoritarias y se han expresado masivamente entre la población y los representantes institucionales de cada comunidad. Y no hay marcha atrás.

Con toda lógica, un Estado, cualquier Estado, si quiere poseer legitimidad, tiene que ser el resultado del pacto entre los pueblos que quieran así estar organizados. En la tradición ilustrada, desde Hobbes a Rouseau, los filósofos contractualistas entendieron la legitimidad basada en el contrato entre la ciudadanía y los gobernantes. Un modelo de Estado basado en la imposición por las clases dominantes, que ha sido la práctica histórica del mismo, podrá perdurar en el tiempo, pero nunca gozará de la legitimidad que le otorga el consentimiento de los a él, ciudadanos y pueblos, sometidos.

Pueblos con identidad cultural diferente podrán apostar por un modelo unitario, federal o confederarse. Como también adoptar una andadura propia proclamándose independientes. Pero cualquier opción siempre será el resultado de la decisión de cada pueblo y del pacto resultante. Ese pacto nunca se hizo en el Estado español, y ahora se reclama. Y la reacción del nacionalismo españolista, de derechas o de unas supuestas izquierdas, ocultando la historia real bajo la que ha discurrido la vida de los pueblos, ocultando el legítimo derecho que poseen a la autodeterminación, ha sido la de propagar el miedo entre la población, propagar el temor a un incierto futuro ante lo que esos pueblos puedan decidir; en el fondo, azuzar el miedo a la libertad. Esa reacción tiene consecuencias, y los dirigente de la fuerzas políticas partidarias del nacionalismo español lo saben. 

A principios de los 40 del siglo pasado, el filósofo y psicólogo social frankfurtiano, Erich Fromm,  estudió y publicó la obra “El miedo a la libertad" donde explicaba cómo el ascenso del fascismo (el nazismo hitleriano, en concreto) se producía apoyándose en el temor que sienten sectores de población a verse desprotegidos de sus tradicionales asideros ideológico-políticos, de las seguridades que de pronto aparecen quebrantadas, de encontrarse solos en el nuevo espacio de libertad. Una crisis del sistema como la que padecemos, bien azuzada por el fantasma de la descomposición territorial, son el caldo de cultivo para que surja el temor en quienes se sienten desamparados de la autoridad y de los símbolos que hasta ahora proporcionaban seguridad y orientaba el sentido colectivo de una tranquila existencia. La reacción entonces se vuelve hacia la figura del líder, a quien se invoca en una transferencia de libido, un deseo de fundirse en nuevos vínculos, sometiéndose a ese poder que canalice los impulsos de destrucción hacia “los otros”, los que amenazan la frágil inseguridad que ha resultado la vida cotidiana. El mecanismo de evasión es una llamada al fascismo. El Gobierno, los medios afines y otras magistraturas del Estado parecen emprender esa deriva al autoritarismo, espoleados por dirigentes como el expresidente Aznar, entre otros.

¿Qué población se dejará arrastrar por el miedo a la libertad y caerá en la seducción del líder autoritario? Sin duda aquella que no comprenda que el ejercicio de libertad tiene como límite la libertad de los demás, la igual dignidad que cada ser humano posee. Los derechos humanos son una barrera infranqueable que desde cada cultura, desde cada pueblo del Estado (y desde cada Estado) se tiene que proteger. Da igual el status político que alcance y pacte cada pueblo. Cada individuo tendrá más motivos, y más seguridad, para gozar de las libertades individuales, como es el sentido positivo de libertad, como libertad para, si el espacio de la libertad es además, libertad colectiva y que permita que cada pueblo pueda ejercer el derecho de autodeterminación y decidir democráticamente las formas de gobierno. 

domingo, 21 de octubre de 2012

Los profesionales de la política, o la clase política, y la crítica ciudadana.



Los movimientos ciudadanos, surgidos en los dos últimos años, han situado en el centro de sus críticas a “la clase política”, a los profesionales de la política, por constituir una casta más interesada en mantenerse en el poder, en atender sus propios intereses, comunes con los del sector financiero, la banca y la gran empresa, que en el desempeño de las tareas para las cuales fueron elegidos: las de mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía, en el bien público.

Aunque en un primer momento no todos los “señalados” se dieron por aludidos, tras el movimiento “25S Rodea el Congreso” y, en particular, a raíz del auto del juez Pedraz, ha habido casi unanimidad en despreciar esta crítica negando que los políticos supongan casta o clase alguna, tachando con todo tipo de acusaciones y descalificaciones a los promotores de la misma. Y una vez más han salido con la cantinelas de que tras la crítica se encontraba la extrema derecha, que se perseguían determinados intereses en la despolitización de la sociedad, en el desprestigio de la democracia o que trataban de eludir la responsabilidad de otros poderes sociales en la situación de crisis que vive el país.

En esta práctica unanimidad de todas las opciones políticas, desde la derecha a la izquierda, llama la atención la carencia de argumentos que nieguen la consistencia de las acusaciones, quedando sus respuestas en simples falacias del tipo ad hominem (contra la persona). La realidad, lo que nos muestra, es que quienes se encaraman en las estructuras de poder de los partidos políticos, es decir, en el aparato, tienden a perpetuarse en él y ocupar los espacios de representación política que a ese partido corresponda. No quiere decir que no haya excepciones, que haberlas, háylas, pero esa es la tendencia seguida en estos últimos 30 años.

¿Y qué es lo que permite la endogamia en los partidos? ¿Qué impide la renovación y el control democrático? Por un lado la propia estructura de los partidos, donde las direcciones imponen  la selección de dirigentes en otros escalafones y de candidatos, sin que los afiliados/as y votantes puedan ejercer la elección democrática, directa y con garantías. En los casos de las cúpulas dirigentes, cuando se producen cambios, son debidos fundamentalmente a la rivalidad desde dentro del propio aparato, pero que no van afectar sustancialmente a sus miembros ni van a suponer renovación alguna. Los intentos de renovación desde fuera del propio aparato han acabado en sonoros fracasos, aún cuando alguno de ellos contara con el apoyo de la afiliación (J. Borrell, por ejemplo).

El otro motivo es la escasa intervención de la afiliación y votantes en la elaboración de las diferentes candidaturas. Si además, el sistema electoral está basado en listas bloqueadas y cerradas, el votante no podrá discriminar entre candidatos, de manera que los elegidos serán afines a la dirección y laborarán al servicio de sus aparatos o perteneciendo a ellos. Y mientras no se operen los cambios constitucionales y de la ley electoral, este sistema tiende a perpetuarse.

No puede negarse que el atractivo del poder funcione como un fuerte estímulo y que muchas personas se involucren de manera decidida a esos menesteres. Es legítimo. Pero en política, el ejercicio del poder tiene unos límites: el que impone la ciudadanía, a quien tiene que representar en defensa de los intereses públicos. Ahora bien, si con el paso de los años y las legislaturas, se ve un paulatino retroceso en los derechos ciudadanos, de las conquistas sociales, la desafectación entre la ciudadanía y el poder político está más que justificada, y los controles que permiten hablar de democracia, como el sistema de representación, están fallando.

Pero en el funcionamiento del sistema democrático, y las causas de la separación entre representantes y representados, también se observa que no sólo es el poder lo que mueve a la endogamia de los representantes políticos, sino la conjunción de intereses con las grandes empresas, el sector financiero de la economía y la mayoría de los medios de comunicación. Debido a la competencia que se produce como consecuencia del sistema electoral, los partidos políticos se endeudan con la banca hasta extremos que de ella dependen para su propia supervivencia. De esta manera, los favores mutuos, el trasvase del sector político al financiero y viceversa, y políticas orientadas al beneficio del sector bancario, es práctica corriente.

La trama de intereses mutuos, tras tantos años de ejercicio del poder, político y económico, alcanza a las grandes empresas y, por tanto, al desarrollo de políticas que favorezcan los mismos intereses. A este respecto y sobre la presencia de políticos en el sector energético, independientemente de su color político, puede leerse la entrada del 16 de marzo. Pero también puede servirnos, para ilustrar el grado de confluencia entre las élites, la información reciente, procedente del New York Times, de la que en nuestro país nadie, ningún medio de difusión (prueba de la interdependencia), ha hecho referencia. En otras ocasiones hemos hablado del enorme fraude fiscal existente y cómo, si se persiguiera este delito, habría aflorado tal cantidad de dinero que, llegado el caso, no hubiera sido necesario efectuar los recortes presupuestarios, y menos aún el aplicado a los servicios públicos, para contener el déficit. Pues como decía, el diario NYT publica un reportaje, basado en la información proporcionada por un informático del banco suizo HSBC, según la cual 569 ciudadanos/as de este país tendrían cuentas abiertas sin declarar con fuertes sumas de dinero. ¿Quiénes figuran entre ellos? En el listado aparecen nombres conocidos de banqueros, empresarios y políticos. Y según el diario, esto es una práctica muy común entre grandes familias, empresas y banca; es decir, las élites que nos gobiernan. Nota: he suprimido el listado de políticos porque no se correspondía con lo publicado en NYT y que reproducía una web de donde obtuve la información. Mantendré la supresión hasta tanto no se verifique realmente el nombre de las personas implicadas. 

Este caldo de cultivo, de trama de intereses mutuos y el poder político como fin en sí mismo, explica que la denominada clase política trate de gozar de privilegios (sueldos elevados, dietas, viajes en avión y tren, pensiones…)  que se niegan al resto de la población, y, lo que es más  grave, que los casos de corrupción, corruptelas, nepotismo y redes clientelares sean prácticas generalizadas, desde el más pequeño de los ayuntamientos a las más altas magistraturas del Estado.

Termino con la pregunta con que se inició este artículo: ¿está justificado hablar de clase política? Sin duda, sea cual fuere la respuesta, como han señalado los movimientos 15-M, Frente Cívico Somos Mayoría, 25S Rodea el Congreso, etc., estos profesionales de la política, lo que podemos asumir convencionalmente como clase política, hoy, son un obstáculo para la necesaria regeneración de la democracia, para el establecimiento de una democracia real en la que el pueblo se autogobierne. 

domingo, 14 de octubre de 2012

El Gobierno pretende la asimilación cultural de Cataluña, su españolización. Pero, ¿depende la identidad de un pueblo de los poderes políticos? ¿Es éticamente aceptable el asimilismo?



                                                                     

Los grados de identificación de cada ser humano pueden oscilar desde la identidad personal, que es única e irrepetible, a niveles socialmente superiores, simplemente reconociéndose como miembro de la humanidad. Incluso, yendo más lejos, habrá quien se identifique como un ser vivo más entre otros. Pero hablando de esa peculiar condición, la de considerarse ser humano y, en consecuencia, con la exigencia de reconocimiento de la misma dignidad para cada uno de ellos, no se puede olvidar que todos somos socializados en una cultura que nos proporciona una determinada visión del mundo, una eficaz forma de adaptación a nuestro entorno, y una apertura de posibilidades más o menos limitadas para desarrollar nuestra forma y proyecto de vida.

Estos vínculos identitarios compartidos socialmente pueden ser los propios de la comunidad local, o de la comunidad en la que se ha estado integrado a lo largo de generaciones, formando parte de un pueblo con una común historia y experiencias vitales compartidas, generando una identidad social diferente de la sentida en otros pueblos de cultura e historia propias; y ello, incluso, a pesar de haber mantenido estrechas relaciones a lo largo del tiempo. Esa identidad social también puede quedar debilitada en el seno del Estado o los Estados que política y administrativamente organizan la sociedad en la que discurre la vida de los propios pueblos, convirtiéndose el Estado, de la misma forma, en identidad sentida. Así, hay quienes se sienten, más que de tal o cual comunidad cultural, españoles y, también, quienes se sienten europeos.

Nadie podrá objetar el derecho que cada cual posee a la defensa de su identidad personal, sea en sus componentes socio-culturales, socio-políticos y morales o religiosos. ¿Pero qué sucede cuando la identidad social (también la personal) no se corresponde con el aparato del poder político, con el Estado, que ejerce la fuerza hegemonizadora en la sociedad. El conflicto está servido. Pero lo que no puede alegarse es que no se tenga derecho al reconocimiento de esa identidad social, al reconocimiento de la misma frente a la que goza de la protección del aparato de poder.

Pero lo que es más gravemente inadmisible, desde una perspectiva ético-política, es la planificada asimilación de otras culturas para disolver la identidad de esos pueblos. Esos intentos, de los que la etnocentrista historia está plagada de ejemplos y que, particularmente, Andalucía sufrió desde el siglo XIII por la expansión colonizadora europeo-castellana, continuaron para todos los pueblos del Estado desde la Guerra Civil. Con las elecciones de 1977 y la instauración de la democracia, los pueblos en los que no habían desaparecido aún los vínculos con los que se identificaban los miembros de esa comunidad, exigieron el reconocimiento como tales. Y esa exigencia de reconocimiento ha ido en general, aunque desigualmente, en aumento. Pero el poder político ha reaccionado frente a ellos tratando de preservar por encima de todo su particular visión acerca de la identidad nacional (igual a Estado español), extendida también entre amplios sectores de la ciudadanía, la misma que se impuso de forma violenta en la Guerra Civil. En definitiva, aquella que mejor se adaptaba a los intereses de la clase social que resultó triunfadora en aquella contienda.

Para ello nos vuelven estos días, según palabras del ministro de Educación José Ignacio Wert, con la pretensión de españolizar Cataluña, como también lo harán con los demás pueblos que hoy administra el Estado español. Esta operación asimilista, como toda operación fascista, anuladora de la diversidad cultural y el derecho a la emancipación de los pueblos, nos plantea un conflicto que es un paso atrás en lo que hasta ahora ha sido una larga marcha en el reconocimiento de los derechos humanos. En la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos se reconoce que la “voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”; por tanto, no es la autoridad del Estado, por importantes que sean los apoyos en que este se sustente, quien tiene la capacidad legitimadora para decidir las formas de organización y gobierno del propio pueblo. También la misma declaración reconoce la obligación del Estado a satisfacer los derechos culturales (entre otros) indispensables a la dignidad y libre desarrollo de la personalidad de cada miembro de la sociedad. Así, desde esta perspectiva, cualquier intento asimilista, cualquier intento por debilitar la cultura de un pueblo, se sitúa fuera del marco de la declaración de derechos humanos.

Esta operación impositiva por parte del Estado, del brazo ejecutor del mismo, carece de legitimidad moral y está condenada al enfrentamiento con los pueblos, que como las personas, tienen derecho a no renunciar a aquello que "son", a su identidad. La preservación de la identidad cultural y el derecho de autodeterminación, es un derecho que toda cultura y todo pueblo posee, y en el ejercicio de tales reside la capacidad de ese pueblo, de los individuos que lo componen como miembros de esa sociedad, de organizar la convivencia entre ellos y con los demás pueblos.

sábado, 6 de octubre de 2012

El “pijo ácrata” del juez Pedraz, o la clase política que dio continuidad al Estado franquista.




El auto del juez Pedraz, por el que se archiva la denuncia contra los acusados del “25-S Rodea el Congreso”, ha puesto de manifiesto la homogeneidad y conjunción de intereses entre la clase política y, también, de los medios de comunicación (casi todos) que defienden su status y el sistema establecido. Todos al unísono han criticado que el juez haya argumentado, en defensa de la libertad de expresión de las personas concentradas en los alrededores del Congreso, que la protesta se basaba en la “convenida decadencia de la clase política”. Casi nadie, sin embargo, ha entrado en el hecho de la inexistencia de delito alguno como pretendía la policía en su informe. No olvidemos que a las personas citadas se les acusaba de pretender ocupar una de las instituciones del Estado; una falsedad más de las muchas que se han vertido contra el movimiento 25-S.

Ya desde este verano se lanzaron insinuaciones acerca de una supuesta extrema derecha que se encontraría tras los promotores de la iniciativa. El bulo se fue extendiendo con el beneplácito de todas la fuerzas políticas, que veían cómo el apoyo y simpatía que generaba la convocatoria de rodear el Congreso atentaba contra los privilegios que como clase política compartían. Ese bulo, como las acusaciones de golpismo comparando con el 23-F, sembraron confusión entre algunas personas que podían compartir los objetivos del movimiento. No obstante, la convocatoria siguió adelante y ya nadie duda, a pesar de los intentos por minimizar su impacto real, de que fue un éxito.

En efecto, gran parte de la ciudadanía del Estado es consciente de que la clase política, el orden constitucional, la forma de Estado y el modelo de democracia es el resultado de la transición pactada con los sectores aperturistas del franquismo para darle continuidad al Estado autoritario y preservar los intereses de la oligarquía. Pero además, con el desmantelamiento del incipiente y poco desarrollado Estado del bienestar que se está produciendo, al amparo de políticas neoliberales, para financiar la deuda generada por el descomunal negocio ligado al ladrillo y al sector financiero de la economía, se han agudizado las alarmas en la población. El sentimiento de ser considerados una mercancía en manos del capital y de no encontrarse representados por la clase política ha ido en aumento.

Por ello, el llamamiento a la apertura de un proceso constituyente estaba y está destinado a ser ampliamente compartido. Así lo entendieron también los poderes establecidos y así reaccionaron ante el previsible éxito de la convocatoria. No bastó con la infiltración policial entre los movilizados para provocar la excusa de la brutal represión a la que fueron sometidos. Querían más. Querían también que el poder judicial actuara al amparo del poder político con sentencias que desanimaran cualquier movilización en marcha. Pero no pudo ser. Esperaban del juez de turno que fuese fiel a los intereses del régimen y de la clase a la que presumían que representaba.

Y el juez, para sorpresa de muchos, se atiene a los hechos: una concentración pacífica, legal, que se limita a expresar su protesta alrededor de la institución que representa el poder político. Y para sorpresa de la clase política, entiende que esa protesta es consecuencia de un clamor que está en la calle, el de que la clase política no está al servicio del pueblo, que está “en decadencia”. Por tanto, ni hay ningún tipo de delito en lo acontecido en esa concentración y, además, parecen tener motivos sobrados para ella.

El arco parlamentario y las poderes fácticos se sienten dolidos. El pueblo se rebela y el juez entiende los motivos de la protesta. Desde la ultraderecha del sindicato “Manos limpias” (¿No estaba promovida la movilización por la extrema derecha?) a la izquierda, pasando por casi todas las opciones políticas, critican el juicio expresado en el auto. El portavoz del PP en el Congreso, desorientado, no entiende tamaña afrenta de quien consideraba de los suyos, de su clase social, y le reprocha ser un “pijo ácrata”. Curiosamente ningún representante político recuerda que los autos judiciales suelen estar motivados por consideraciones contextuales. Esa es la práctica habitual. Claro que hasta ahora ninguno había señalado a la clase política como causa de la protesta, de la movilización que esperaban que hubiese sido constitutiva de un delito. Y son sus privilegios los que están en juego.

Ladran, luego cabalgamos.